Miércoles, 2 julio 2025
En La Unión no solo colapsan los desagües. También se desmorona la confianza ciudadana en sus autoridades y en el Estado. Lo que debería ser el corazón funcional del distrito —el casco urbano se ha convertido en un foco de insalubridad e indignación. Aguas servidas brotan por las calles, mezcladas con residuos del camal municipal, formando zanjas nauseabundas que ponen en riesgo la salud de miles de pobladores.
El punto más crítico está justo en la intersección de Chepa Santos con la calle Tumbes, al pie del camal. Allí, el hedor corta la respiración y la escena hiere la dignidad. No se trata de un hecho aislado, sino del síntoma visible de un fracaso estructural que se arrastra por años.
Desde hace más de una década, La Unión cuenta con un proyecto de saneamiento urbano que ha sido promesa, anuncio y justificación presupuestal… pero jamás solución. Los millones asignados se han diluido entre expedientes técnicos, supervisiones y consultorías que no han dejado ni un solo metro de alcantarillado verdaderamente funcional. Es dinero público que se escurre por la alcantarilla de la indiferencia.
Lo más grave es que el Programa Nacional de Saneamiento Urbano (PNSU) —responsable directo del proyecto— permanece en un silencio inaceptable. No hay explicaciones, no hay avances, no hay voluntad. Actúan como si La Unión no existiera en el mapa, como si sus habitantes fueran ciudadanos de segunda categoría.
Pero tampoco hay autoridad local que haya sabido o querido exigir lo que corresponde. Ni el actual alcalde Ruperto Fernández ni sus antecesores han enfrentado con firmeza al PNSU. No hay presión política, no hay liderazgo, no hay transparencia. Solo hay pasividad cómplice. Lo más reciente: la aprobación de un nuevo expediente técnico. Más papel. Menos acción.
Los vecinos lo dicen sin rodeos: están hartos. Hartos de promesas, de diagnósticos, de visitas técnicas estériles. Quieren obras, soluciones reales, agua limpia y calles transitables. Quieren respeto. Quieren vivir con dignidad.
Hoy, La Unión no solo huele a aguas putrefactas. Huele a desidia institucional, a negligencia gubernamental y a corrupción pasiva. Huele al fracaso de un modelo que, año tras año, permite que se juegue con la salud y el bienestar de toda una comunidad.
Y mientras tanto, el agua podrida sigue corr9iendo.
El PNSU sigue callando.
Y nuestras autoridades… siguen mirando hacia otro lado.